Juegos de mesa y rol en Madrid
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PATENTE DE CORSO o cómo tirar por la borda una buena idea

Estamos ante un juego que, a pesar de venir firmado por uno de los grandes como es Bruno Faidutti, padre intelectual del celebérrimo Ciudadelas, apenas es conocido dentro del mundillo de los juegos de mesa. La verdad es que esta fue la razón principal que me impulsó a comprarlo, aunque he de decir, en honor a la verdad, que muchas veces (y esta es una de ellas) el nombre es un mero señuelo con el que las distribuidoras buscan únicamente hacernos soltar el dinero. Y nosotros picamos cual merluza (o merluzo, en mi caso)

En Patente de Corso los jugadores desempeñan el papel de bucaneros que cruzan (momento pijerío ON) la mar océana (momento pijerío OFF) con el objeto de recoger tesoros y llevarlos intactos a su lugar de destino. Asimismo, deberán apropiarse del mayor número de tesoros ajenos, los cuales, sumados a los propios que consigan llevar a buen puerto (y nunca mejor dicho) y a los cañones enemigos que hayan capturado, les proporcionarán puntos de victoria, cuyo cómputo total será el que decida si han ganado, o no, la partida.

Cada jugador cuenta con cinco barcos de un color (hay 6 colores: rojo, naranja, amarillo, violeta, verde y azul), dos de ellos con un cañón dibujado en su base (defendidos) y tres de ellos sin el susodicho cañón (sin defender). Estos barcos se corresponden con un número idéntico de tesoros, cada uno con un valor que va del 3 (el de menor valor) al 7 (el que más vale). Poseen, a su vez, tres cartas de cañonazo, que pueden emplear para tumbar los barcos enemigos, siempre y cuando estos se encuentren en alta mar (es decir, sobre la mesa).

Si emplean un cañonazo contra un barco defendido entonces el poseedor de dicho barco se quedará con la carta de cañonazo que el rival ha empleado en su ataque, la cual le contará como 1 punto de victoria a sumar a los que obtenga de los tesoros enemigos capturados y/o propios llevados a puerto, y el barco podrá seguir su travesía con el botín intacto. Si, en cambio, el barco no va defendido, entonces el atacante se quedará con toda su carga (esto es, el tesoro que en ese momento el barco transportaba), descartándose dicho barco. A todo esto nosotros le añadimos la regla casera de que, además, el jugador atacante debe poseer al menos una nave en alta mar, porque nos parecía demasiado absurdo que los cañones pudieran ser disparados así como así, aunque no se tuvieran barcos a flote. Las razones de esta iniciativa fueron dos: a) darle una mayor verosimilitud al juego y b) añadirle algo de estrategia, puesto que, como ahora veremos, la estrategia en Patente de Corso es, simple y llanamente, ciencia-ficción.

Como vemos, la premisa de que parte el juego es ciertamente sugerente: un juego de temática piratesca (de los que escasean en el mercado) con miniaturas de barcos ciertamente curiosas (cosa que hace que el juego sea más que un mero “juego de cartas”, lo cual es un punto a su favor) en el que se puede atacar a los demás y encima putearles. Hasta aquí todo muy chulo.

El mayor problema que veo en esta creación del señor Faidutti (y no soy el único que lo piensa) es su extrema previsibilidad: generalmente, los jugadores suelen proteger los tesoros más altos (aquellos de valor 6 y 7) y desguarecer los más bajos (los de valores 3 a 5), con toda lógica, por otra parte. Esto ha ocurrido en el 95% de las partidas que hemos jugado, que han sido muchas y con gente de todas las edades y sexos.

Es cierto que siempre hay quien se sale de esta tónica y se la juega protegiendo los tesoros más bajos y dejando a la intemperie los más fuertes, pero a este pobre intrépido lo más probable es que le ocurran dos cosas y ambas de consecuencias extremas: o que la estrategia de engaño le salga bien y sea el que termine ganando a los demás de forma aplastante o que el resto de jugadores averigüe su táctica y el joven y valeroso corsario rebelde tenga que acabar alimentándose de sus propias heces. No hay término medio. De hecho, dejando de lado estas excepciones (que, como las meigas, “haberlas, haylas”) las puntuaciones finales de los jugadores suelen ser muy similares, de modo que el que gana suele hacerlo por uno o dos puntos nada más. No en vano, la diferencia más amplia que hemos encontrado en una ronda de 5 partidas ha sido de tan solo 6 puntos.

De modo que podemos afirmar que Patente de Corso posee una estrategia mínima (por no decir inexistente) en la que todo se reduce simplemente a proteger los tesoros más fuertes y a tener un poquito de memoria para saber cuáles son los barcos que ya han usado tus rivales y cuales son los que aún les quedan por sacar. Con estas dos cosas basta para ganar una partida. En condiciones normales, insisto.

Otro fallo gordo que veo yo en el juego (aparte del excesivo mecanicismo en el que se termina, inevitablemente, cayendo) es su extrema “virtualidad”: en Patente de Corso no son muchas las acciones que se puedan realizar: salir a alta mar, atacar a barcos enemigos (y sólo 3 veces) y atracar en puerto. Punto. El problema está en que no hay ni una “alta mar” ni un “puerto” físicos (siquiera dibujados sobre un tablero con casillas: al juego se juega directamente sobre la mesa) sino que se trata de lugares virtuales que el jugador tiene que imaginarse…

Esta característica no es más que un paradigma de lo que he comentado más arriba: el extremo simplismo que caracteriza al juego, tanto en el fondo como en la forma. Un simplismo que lastra bastante tanto su jugabilidad como el encanto de un producto que, a priori, tenía todos los ingredientes para triunfar. Y más saliendo de donde sale: la mente del creador de un clásico entre los clásicos como es Ciudadelas, posiblemente uno de los mejores juegos de mesa de la historia.

Por lo tanto, y ya para concluir, en Patente de Corso tenemos un ejemplo claro de cómo destrozar una idea fabulosa por querer simplificar las cosas hasta el extremo. No sé si quizás pensando en crear un juego rápido (otra de las ventajas de este Patente de Corso es su duración: una partida se puede resolver en apenas 30 minutos) o en un juego más para todos los públicos de lo que era el complejo, adulto, elegante y estratégicamente brillante Ciudadelas (cuyas partidas podían alcanzar fácilmente la hora y media) o quizás pensando en hacer algo diferente a todo lo visto hasta ahora dentro del panorama lúdico europeo y que además sea económico (que no lo es, porque después de jugarlo he comprobado que no vale los 25 euros que pagué por él) pero el caso es que a Bruno Faidutti le ha salido el tiro por la culata. Qué duda cabe de que estamos ante el que posiblemente sea uno de los juegos más sosos del mercado. Personalmente, dentro de esta temática, me quedo con el Buccaneer de su compatriota Stefan Dorra, que además es mucho más barato.

VENTAJAS:

Que pueden jugar hasta 6 jugadores.

Los barquitos en miniatura, que hacen que el juego vaya más allá y deje de ser un simple juego de cartas.

Su corta duración: las partidas no suelen durar más de media hora.

D

ESVENTAJAS:

Su excesivo simplismo, sobre todo en lo que se refiere a jugabilidad: no deja mucho margen de actuación a los jugadores, haciéndoles caer en el mecanicismo y la monotonía, con el consiguiente riesgo de aburrimiento.

Su escasa estrategia: basta con defender los barcos grandes y tener memoria para llevarse el gato al agua, aunque en este caso el agua no sea más que el duro y frío tablón de la mesa.

El diseño de las cartas, en la línea minimalista de todo el juego. Incluso muchas veces hasta es complicado distinguir los colores de cada una de ellas, confundiéndose el naranja con el amarillo y el azul con el violeta.

La relación calidad/precio: sin duda, para lo que incluye la caja y lo simple que es, el juego no vale los 25 euros que cuesta.

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